Sobrevivir al apocalipsis zombi. Cuando pensar se convierte en un peligro

El Conde Lucanor y el tesoro de la amistad

Uno de mis más gratos recuerdos de la infancia es una enciclopedia juvenil que un amigo de mi abuela, alemán para mas detalles, me regaló a la edad de 8 años.

Una traducción al español, y era la típica compilación de artículos de diferentes áreas del conocimiento Humano que podía hacer a un niño de la época previa al internet llegar a creerse que realmente compilaba el Saber Universal.

Desde luego fue en buena medida el sustrato en el que enraizó mi ansia de conocimiento

En el denso libro había dispersos varios capítulos  del libro del “Conde Lucanor”, y entre ello uno que me marcó especialmente y ha influido en gran medida en mi perspectiva sobre la Sociedad.

El Conde Lucanor es un libro escrito en el Medievo, y coloquialmente se puede describir como un catalogo de normas morales y sociales que se articulan y desarrollan entono a historias que el consejero del Conde Lucanor, Petronio, le cuenta a colación de las peticiones de consejo sobre diferentes asuntos de Estado.

Su influencia a lo largo del Tiempo ha sido mayor de la que el conocimiento de la propia obra tiene entre el vulgo. Numerosas obras y cuentos de famosos escritores se fundamentan en sus historias.

He tenido la suerte con el tiempo incluso de hacerme con un ejemplar antiguo escrito en castellano y español, para propio deleite personal.

Pero, como dije, de todas las siempre interesantes historias que narra, hay una especialmente interesante y digna de resaltar, LA PRUEBA DE LA AMISTAD.

El cual se narra como sigue:

————-

Señor Conde, dijo Patronio: Un hombre bueno tenía un hijo mozo, a quien, entre los muchos consejos que daba, recomendaba siempre que procurara tener buenos amigos. Y el hijo, por cumplir lo que disponía su padre, acompañábase de muchos mancebos a quienes convidaba y regalaba en toda ocasión, y ellos aseguraban ser sus amigos y estar dispuestos a servirle en cuanto necesitara.

Cierto día, estando el mancebo con su padre, preguntóle éste si había buscado buenos amigos como le tenía mandado y si le parecía tener alguno.

– Ya lo creo que tengo, respondió el mozo con gran entusiasmo ; todos los mancebos de la villa son mis amigos y de todos me acompaño-

– No quiero decir eso, dijo el padre. Te pregunto si crees que hay alguien que por amor a ti esté dispuesto a sufrir algún trabajo.

– !Sufrir trabajos!, exclamó el hijo ; diez amigos tengo de quienes sé con toda certeza que darían la vida por mí como yo la daría por ellos.

– !Diez nada menos», dijo el padre muy maravillado.  !Y en tan poco tiempo!   En setenta y dos años que llevo yo en el mundo no he logrado tener más que un amigo y medio.

Porfió el hijo diciendo que estaba seguro de que hasta aquel punto le querían sus amigos ; no cejó en sus dudas el padre, y por resolver la contienda acordaron probarlos de esta manera :

Era aquélla la época de la matanza de puercos, y el hijo metió en un saco el cuerpo de uno de estos animales, y a primera hora de la noche, con el saco al hombro, se fue a casa de uno de sus diez amigos, y así que estuvo a solas con el mozo, fingiendo gran angustia, le dijo que aquél era el cadáver de un hombre a quien acababa de dar muerte, y por la amistad que los unía, le suplicó que le ayudara a hacer desaparecer el cuerpo, aunque advirtiéndole que si así lo hacía, no dejaba de incurrir en grave pena si el crimen fuera descubierto.

El buen amigo, todo asustado y empujándole hacia la puerta con su peligrosa carga, le dijo que considerara la avanzada edad de sus padres, y la pena mortal que recibirían si él apareciera complicado en tal delito, y que no podía socorrerlo por eso, suplicándole además que hiciera de modo que nadie sospechara que había ido aquella noche a su casa.

– Este no era mi amigo, díjose tristemente el mancebo, así que se vió en la calle ; pero, diga lo que quiera mi padre, aun me quedan nueve.

Y con su saco al hombre se fue a casa de otro.

Tampoco aquél pudo ayudarle ; estaba recién casado y no había de dejar desamparada a su mujer si su acción llegara a ser conocida y castigada. Y como el anterior, le suplicó que nadie supiera que había ido a solicitar su auxilio.

– Tampoco éste es mi amigo, suspiró el mancebo así que estuvo en la calle ; pero ninguno me faltará de los ocho que me quedan.

El tercero se fingió enfermo e imposibilitado de salir de su estancia ; otro alegó lo necesario que era a sus hijos pequeñuelos ; el de más allá no podía abandonar negocios en los que estaba comprometido dinero ajeno. Pero todos, al tiempo de ponerlo con su saco en la calle, le ofrecieron que, si acaso era descubierto su crimen, y él penado, tratarían de ablandar a los jueces con súplicas, lo acompañarían en las horas crueles del juicio y de la ejecución de la sentencia, harían un grande entierro a su cadáver y recomendarían su alma a los cielos con fervorosas plegarias…..

Ya de madrugada, el mancebo llama a la puerta de su casa, cargado siempre con su saco. Salió a abrirle su padre.

– ¿Cuántos amigos tienes, muchacho?, le preguntó burlonamente al verlo encorvado bajo el peso del saco.

– Ni uno solo, hubo de musitar el mozo.

– Pues duerme ahora y descansa, que la noche que viene probaremos a mi medio amigo y al amigo completo, díjole el padre.

A poco de anochecer salía el mancebo cargado con el saco.

– Ve primero a casa de mi medio amigo, díjole el padre.

Llegando allá, llamó a la puerta y contóle al hombre la angustia en que fingía encontrarse.

– No por ti, sino por evitarle esa pena a tu padre, te ayudaré a esconder el cadáver, díjole el medio amigo.

 Y lo llevó a su huerto, donde había un campo de coles recién plantadas, y levantando un surco de ellas, cavó una fosa y metió en ella el saco con el cuerpo, que él juzgaba restos humanos, volviendo  a colocar encima las coles de modo que nada de lo hecho pudiera ser notado.

El mancebo, muy agradecido, fuése para su casa y refirió lo ocurrido a su padre.

– Bien está, díjole aquél ; mas para saber hasta qué punto es mi amigo, aún hemos de seguir probándolo.

Y ordenó a su hijo que al día siguiente buscara a aquel amigo cuando paseara por la plaza, y que, con cualquier motivo, armara una pública disputa con él hasta acabar pegándole una bofetada.

Hizo el mancebo lo que le mandaba su padre, y el amigo, al ser ofendido, quiso echarse sobre él para castigarlo. Pero sujetándole los transeúntes, que habían acudido a separarlos, desahogó su cólera con decirle en voz alta :

– !Desagradecido!  !Ingrato!  !Cómo siento no poder descubrir las cosas del huerto!

El mancebo volvió a su padre y le contó lo que había acaecido con el medio amigo.

– Probemos ahora al amigo completo, dijo el anciano.

El mancebo fue en busca de él, le narró cómo había dado muerte a un hombre y dónde y de qué manera estaba oculto el cadáver.

– Mal hiciste en lo hecho, dijo el amigo. Mas yo te prometo que tu mala acción no le costará ni una lágrima a tu honrado padre.

Por casualidad, entonces, habiendo desaparecido un hombre en aquella villa, empezó a correr el rumor de que había sido asesinado y que el matador debía ser aquel mancebo a quien algunos habían visto, entre las sombras de la noche, cargado con un pesado saco. Intervino el juez y mandó prender al acusado.

Mas el amigo de su padre, que le había prometido  librarlo de todo mal, se presentó al juez y se acusó a sí propio como autor de la muerte, diciendo dónde había enterrado el cadáver.

– Mi conciencia, añadió, aunque muy dañada, no tolera que pague mis culpas un inocente.

El juez, antes de condenar al confeso matador, hizo que lo llevaran a la huerta donde decía haber enterrado a su víctima, para buscar el cuerpo. Arrancaron las coles, y tras mucho registrar el terreno, pues él decía que no podía determinar con precisión el sitio del enterramiento por haberlo hecho a oscuras, encontraron el saco lleno de restos mortales.

A su vista palideció el generoso amigo, juzgando que sería condenado a muerte al ser hallado el cuerpo del delito que sobre sí había tomado ; pero ni por un momento pensó en salvar su vida acusando a aquel a quien él tenía por verdadero culpable. A punto estuvo de caer al suelo desmayado, cuando al ser abierto el saco, por mandato del juez, se presentó ante los maravillados ojos de la anhelante concurrencia el más orondo puerco que haya jamás rendido sus tocinos a la cuchilla del jifero.

Entonces el mancebo y su padre, allí presentes, explicaron lo sucedido ; llegó recado de una villa vecina diciendo cómo allí se encontraba enfermo de calenturas el hombre desaparecido, y en medio de la alegría de todos, dijo el juez, muy enojado de que la Justicia hubiera sido molestada por tan risible asunto :

– No puedo comprender lo que os habéis propuesto con ello, señores míos ; que si todos nosotros resultamos burlados, vosotros habéis perdido un bien cebado puerco.

– ¿Y os parece mucho? , dijo el padre, abrazando tiernísimamente al hombre que estaba dispuesto a dejarse matar en vez de su hijo.

– Por ese vil precio hemos conocido a un amigo verdadero.

Y ahora, señor Conde Lucanor, pensad cuáles de estos amigos son los mejores y más fieles, y a quiénes debemos ganar y considerar como tales. Al conde le agradaron mucho estas razones, que encontró claras y excelentes.

Viendo don Juan que este ejemplo era bueno lo mandó escribir en este libro y compuso estos versos:

———–

Mucha gente cree tener amigos por estar rodeados de gente con la que disfruta de los buenos momentos pero que desaparece en los momentos mas duros, cuando realmente hacen falta.

Y es que la verdadera amistad tan sólo se llega a ver y valorar realmente en los momentos mas trascendentes de la vida, cuando se deben enfrentar obstáculo y dificultades. Es por ello que muchos pueden no llegar a valorarla hasta que es demasiado tarde y descubren descorazonados y abandonados por todos, que aquellos a los que llamaban amigos están lejos siquiera de ser conocidos.

Pero mas allá de su evidencia en los momentos mas trascendentales, la verdadera amistad se percibe y deja sentir sus efectos en el día a día, manifestándose de las mas diversas formas, preocupándose e interesándose por sus problemas e inquietudes, intentando siempre empujar hacia la consecución de sus objetivos y anhelos, e impulsándolos y animando a mejorar y crecer personalmente a quienes se considera dignos merecedores de su amistad

Su lealtad llega al punto de poner a prueba la propia amistad cuando se debe cuestionar alguna conducta o actitud que pueda ser perjudicial para la persona incluso asumiendo el riesgo de que no sea entendida. Algo que por otro lado no demostraría sino su falta de merito para hacerse acreedor que una verdadera amistad.

Para que la amistad enraíce se asiente y crezca sana fuerte debe ser cuidada con mimo. Dedicarle un tiempo y esfuerzo que la mayoría de las personas no están dispuestas dedicar a los demás en una Sociedad egocentrista en la que todo el mundo prioriza sus necesidades e interés por encima del de los demás.

Quien quiera plantar la amistad en terreno pedregoso y desértico, sin tener que preocuparse por su desarrollo, tan sólo obtendrá cactus con sus espinas.

Si ya en la época medieval con su férreo esquema moral y de valores, la amistad era un Bien escaso y codiciado, aún más lo es en esta Sociedad del relativismo moral, carente de valores y  principios, y menos aun de personas dispuestas a hacer esfuerzo o sacrificio alguno por nadie, aunque todos se crean con derecho a exigirlo a los demás

La amistad es un tesoro muy especial porque a diferencia del oro, o cualquier otro bien material dotado de valor por su escasez o utilidad, la amistad no se puede atesorar y acumular.

Es un bien inmaterial que además se va desvaneciendo con el tiempo y el uso, por lo que constantemente debe seguir siendo alimentada para que no merme y aún se acreciente más.

Es por todo ello que sólo está al alcance de las personas de más alto valor entender, valorar y apreciar lo que significa la verdadera amistad, y estar en disposición de labrarla y hacerla crecer hasta hacerla tan frondosa e impenetrable que pueda resistir todos los avatares y circunstancias de la vida.

Aún más raro que el amor verdadero, es la amistad verdadera.

Jean de La Fontaine.

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Sobrevivir al apocalipsis zombi
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