Sobrevivir al apocalipsis zombi. Cuando pensar se convierte en un peligro

DEL «MIEDO A SER LIBRES», AL RIESGO DE SER LIBRES

“La mayoría no sólo representa siempre la ignorancia, sino también la cobardía. Y del mismo modo que de 100 cabezas huecas no se hace un sabio, de 100 cobardes no surge nunca una heroica decisión.”

Mein Kampf.

Adolf Hitler

En el siglo XIX era habitual en los aún “salvajes” Estados Unidos de América, el ganado sin marcar que pastaba libre, las llamaban “máverick”. Este término ha servido posteriormente para designar a aquellas personas celosas de su libertad individual, poco sumisas a los dictados impuestos por la sociedad.

El filósofo alemán, coetáneo de la época de los totalitarismos fuertes, Erich Fromm, nos dejó una de las mejores explicaciones de por qué la gran masa social es tan propensa a caer y recaer en los vicios de la ideológica excluyente, siempre gustosos de seguir al primer iluminado que parezca saber dónde va.

En su obra, El miedo a la libertad, nos mostraba cómo el ser humano se angustiaba ante la necesidad de tomar decisiones y asumir sus responsabilidades., cómo cedía gustoso su autonomía personal al primer cretino que le diera órdenes con cierta autoridad.

Esta es una cualidad imprescindible para explicar las sociedades humanas y su organización. Si no fuera por la sumisión de una mayoría ante otra minoría que asume el poder, no podría explicarse el progreso humano y la historia de las civilizaciones.

Realmente existe el miedo a la libertad en la especie humana. Pero al mismo tiempo, como complemento a esta cualidad innata de gran parte de la población (lo que las élites despectivamente denominan plebe), la superclase social de nuestros días no duda en aprovechar las posibilidades de las nuevas tecnologías de la información y los avances en la ciencia de la sociología, para dar una vuelta de “tuerka” a su control social, basado en la mansedumbre ciudadana.

Con todo ello, han logrado poner un alto precio a todos aquellos que se salen de su órbita de control social, los irreverentes que se niegan a seguir los dictados impuestos por la élite pijiprogre, que pastan libres por los verdes prados, más allá de los límites de la estabulación intelectual. Es el peaje de la libertad que hay que pagar en la sociedad de la corriente de opinión única.

Tras la caída de los totalitarismos fuertes de la primera mitad del siglo pasado, se ha impuesto una nueva forma de totalitarismo social, mucho más sibilina y perversa, basada en el control social del pensamiento. Es el totalitarismo del pensamiento débil, que, aprovechando las necesidades de aceptación social de los individuos, imponen mediante el control de los medios de comunicación a la sociedad, a través de los principios de lo “políticamente correcto”.

El funcionamiento es sencillo. Sólo se trata de ir un paso más allá de lo que fueron los nazionalsocialistas alemanes en su día, en lo referido a la propaganda como medio de control social. Entonces ya se estableció la base fundamental, “una mentira repetida mil veces acaba siendo una verdad para el pueblo”, y esto, añadido a las nuevas tecnologías que siquiera soñaron imaginar los nazis, no ha hecho sino sublimar la capacidad de la superestructura de moldear, graduar y adaptar el pensamiento de las masas, voluntariamente ignotas, a sus intereses y fines particulares.

Los nazis desarrollaron once principios que guiaban su acción propagandística:

1.- Principio de simplificación y del enemigo único. Adoptar una única idea, un único símbolo. Individualizar al adversario en un único enemigo.

2.- Principio del método de contagio. Reunir distintos adversarios en una sola categoría o individuo. Los opositores han de constituirse en una suma individualizada.

3.- Principio de la transposición. Cargar sobre el adversario los propios errores o defectos, respondiendo el ataque con otro ataque. “Si no puedes negar las malas noticias, inventa otras que las distraigan”.

4.- Principio de la exageración y desfiguración. Convertir cualquier anécdota, por pequeña que sea, en amenaza grave.

5.- Principio de la vulgarización. “Toda propaganda debe ser popular, adaptando su nivel al menos inteligente de los individuos a los que va dirigida. Cuanto más grande sea la masa a convencer, más pequeño ha de ser el esfuerzo mental a realizar. La capacidad receptiva de las masas es limitada y su comprensión escasa. Además, tienen gran facilidad para olvidar”.

6.- Principio de orquestación. “La propaganda debe limitarse a un número pequeño de ideas y repetirlas incansablemente, presentadas una y otra vez desde diferentes perspectivas, pero siempre convergiendo sobre el mismo concepto, sin fisuras ni dudas”. De aquí viene también la famosa frase: “Si una mentira se repite suficientemente, acaba por convertirse en verdad”.

7.- Principio de renovación. Hay que emitir constantemente informaciones y argumentos nuevos, a un ritmo tal, que cuando el adversario responda, el público esté ya interesado en otra cosa. Las respuestas del adversario nunca han de poder contrarrestar el nivel creciente de acusaciones.

8.- Principio de la verosimilitud. Construir argumentos a partir de fuentes diversas, a través de los llamados globos sondas o de informaciones fragmentarias.

9.- Principio de la silenciación. Acallar sobre las cuestiones para las que no se tienen argumentos, y disimular las noticias que favorecen al adversario, también contraprogramando con la ayuda de medios de comunicación afines.

10.- Principio de la transfusión. Por regla general la propaganda opera siempre a partir de un sustrato preexistente, ya sea una mitología nacional o un complejo de odios y prejuicios tradicionales. Se trata de difundir argumentos que puedan arraigar en actitudes primitivas.

11.- Principio de la unanimidad. Llegar a convencer a mucha gente que piensa «como todo el mundo», creando impresión de avenencia.

¿Les sorprende acaso la franca actualidad de estos principios en las formas que se nos presenta la pseudoinformación? Miren cualquier hecho de actualidad política. Vean el tratamiento que se le da en los medios pijiprogres.

Observarán como ciertos medios y voceros autorizados siguen paso a paso los principios señalados para magnificar o frivolizar la noticia, al gusto del interés de la línea editorial del medio. Miren las redes sociales y vean como se actualizan las frases cortas que resumen, mediante la «lógica de la pecera», cuál debe ser el sentimiento y estado de ánimo con el que las masas deben recibir y aceptar cada noticia.

Hoy como ayer, se establece desde una élite aquello que debe ser socialmente aceptado como cierto, bueno y positivo. Pero ahora con una ventaja y un inconveniente. Las nuevas tecnologías de la información que, como una espada de doble filo, lo mismo pueden ser usadas como poderosa herramienta de adoctrinamiento y uniformidad social que como el mejor sistema para combatir, desde la diversidad y libertad de expresión, la manipulación ideológica.

Precisamente por ello, por la facilidad con la que cualquiera puede llegar al resto de la sociedad y por la facilidad a la que los diferentes ciudadanos a nivel individual, pueden difundir una idea con un clic igual que se esparce la semilla por el campo, gritando «el rey está desnudo», es por lo que el «sistema» articula medios para castigar la disidencia social y prevenir su pública insumisión, dejando para la esfera más íntima la crítica a la frágil torre cimentada en el barrizal ideológico, que se impone socialmente como la mente colmena del pensamiento único.

El mecanismo es de lo más sencillo a la vez que eficaz. Descalificar e insultar a todo aquel que discrepe, pública y manifiestamente, de lo políticamente correcto. Especialmente cuando el comunicador puede tener cierta influencia o trascendencia social.

Así es como los términos facha, machista, fascista o españolista se emplean contra cualquiera que discrepe de los dogmas de fe, del catecismo ideológico impuesto, aun sin tener los acusadores la más remota idea de qué significan esos términos, más allá del poder como insulto y método para silenciar al discrepante.

Ahora, los profetas del desastre, los voceros del pánico, sobre los que cabalga el tercer jinete del apocalipsis llaman despectivamente terraplanista y negacionista a todo aquel que discrepe de la “nueva realidad”, que se impone a la sociedad. Para ello, nada mejor que exhibir a los más histriónicos y exacerbados oponentes en la televisión, para deleite de la chusma, para dar por hecho que todo aquel discrepante es un chalado, un enfermo o una imbécil.

Así, sin debate ni argumento, como antes a los cobardes acomplejados atenazados por el miedo a ser tachados de fachas, ahora nadie se atreve a discrepar en público o cuestionar los hechos que se le presentan. Menos aún si tienen alguna posible relevancia pública. Para estos casos, los comisarios políticos de la secta siempre tienen el gatillo fácil para usar el deleznable recurso del argumento ad hominen.

La consecuencia inmediata es la autocensura. Mucho más eficaz que la censura, propia de los regímenes abiertamente totalitarios del pasado ya que, normalmente por precaución, esta llega mucho más lejos de lo que pretendería el censor.

A modo de ejemplo, recuerdo bien una entrevista a un director de cine de la época del franquismo, quien reconocía que rara vez la censura llegaba a actuar, porque los directores eran incluso más estrictos que los propios censores a la hora de restringirse, para evitar que la tijera cercenara su obra.

Hoy no hay censura, ni rombos que protejan “la moral”. Hoy, otros métodos mucho más sutiles los han sustituido, como las recomendaciones sobre la música que se puede o no escuchar en fiestas, en base a su adecuación a los patrones ideológicos. De ahí a la quema de libros “inmorales”, sólo hay un paso.

De esta forma consigue el sistema de la corriente de opinión pública ir cercando y cercenando la libertad individual de aquellos que, cual maverick, pretenden pastar en los prados verdes más allá del cerco. Si no puedes convencerlos, al menos acállalos para que no contaminen las débiles mentes de los sumisos sociales.

La libertad de pensar y decidir por uno mismo tiene un precio. Erich Fromm se refería al miedo a la libertad, a la angustia vital de decidir. Paul Revel nos remitía a la comodidad y simpleza de no tener que molestarse en tomar decisiones propias, ahorrando tiempo y esfuerzo en pensar por sí mismo. Erick Hoffer enraíza el fenómeno ideológico con la baja autoestima y la cobardía de intentar llenar el vacío existencial sin aparente esfuerzo. Parece evidente que es mucho más cómodo dejarse llevar por la masa, seguir la corriente y no complicarse la vida. A fin de cuentas, siempre se ha dicho que los tontos son más felices al no ser conscientes de la realidad.

Por si el precio de la disidencia ideológica no fuera suficientemente gravoso para la mayoría, la sociedad impone otro peaje, el de la presión social de lo políticamente correcto, la autocensura y la autorrepresión que eviten ser señalado con el dedo acusador de la chusma en la picota de la plaza pública mediática. Esto es especialmente cierto en aquellas personas con trascendencia pública. Pero también alcanza a cualquiera en sus propios entornos sociales, en los que muchas veces se tienen que morder la lengua ante conversaciones que les rodean, por no entrar en discusiones absurdas en las que es imposible razonar. Los argumentos de la «lógica de la pecera», las posturas ad hominem y los hechos ciertos per se, sin necesidad de lógica o demostración, ni refutación posible, rápidamente salen a la luz impidiendo cualquier debate lógico. Nunca discutas con un imbécil, porque te arrastrará a su nivel y te ganará por experiencia.

Un ejemplo vergonzoso y vergonzante de todo ello lo pudimos ver en marzo de 2021, durante la entrega de los Premios Feroz. El artisteo, que tanto presume de élite cultural, librepensadora y libertaria, demostrando su verdadera patita de «ovejita con piel de lobo». Sumisamente se han alineado en prietas filas su falange ofensiva mediática, para imponer a la maverick descarriada de la manada, Victoria Abril, su vuelta al redil mediático, sometiéndola, al menos de palabra, a las doctrinas mediáticas impuestas por la superestructura social que riega generosamente de prebendas y subvenciones al colectivo. Como la Santa Inquisición del siglo XVI, la nueva policía del pensamiento es capaz de lograr que cualquiera con relevancia pública se retracte de sus palabras. “Y sin embargo, se mueve». Porque poco les importa lo que se piense, lo importante es lo que se dice, lo que se transmite al vulgo, a la masa informe y desinformada, con memoria de pez, a la que continuamente hay que seguir alienando con nuevas noticias catastrofistas que impidan que pueda pensar, que pueda oír al niño que grita que el rey está desnudo entre el ruido mediático.

Es curioso que los «geocentristas» del siglo XXI hayan elegido un término como terraplanistas para referirse, despectivamente, a todo aquel que discrepe y salga de la delgada línea de opinión que marca lo políticamente correcto. Todo un ejemplo del principio de transposición de la propaganda totalitaria.

«La mayoría no sólo representa siempre la ignorancia, sino también la cobardía. Y del mismo modo que de 100 cabezas huecas no se hace un sabio, de 100 cobardes no surge nunca una heroica decisión.». Tampoco de 350 «señorías», ni de las nutridas cúpulas de las sedes de los partidos políticos. Peor aún, todos ellos y la fuerza de millones de cabezas huecas y cobardes para tomar sus decisiones son instrumentalizados por la élite social, para sus fines. Pero siempre hay que tener presente que «la propaganda no engaña a la gente, sino que simplemente les ayuda a engañarse a sí mismos». No se puede culpar a la propaganda, o quien la emite, de nuestro estado de inconsciencia, sino al deliberado interés de ver reforzada la necesidad de creer lo que se nos dice que debemos pensar.

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Sobrevivir al apocalipsis zombi
Cuando pensar se convierte en un peligro

Quien no quiere pensar es un fanático
quien no puede pensar es un idiota
quien no se atreve a pensar es un cobarde

1 comentario. Dejar nuevo

  • Sr. Villamil,

    Algo parecido sucede con los nacionalismos que nos rodean. Tanto en la comunidad vasca com en Cataluña vivimos situaciones de aplicación de los principios que enumera y supuestos consensos que no lo son, más allá de suponer miedos. No solamente el pijiprogrerío está «en ello».

    Combate complicado

    Responder

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